EL FUEGO PÁLIDO

Inspirado en el universo de la saga de videojuegos Dark Souls

10/9/20243 min read

El viento arrastraba un eco sordo a través de las ruinas olvidadas, como si el tiempo mismo susurrara secretos antiguos entre las piedras desmoronadas. Caedric de Astora, un caballero de armadura gastada y marcada por la corrosión de batallas interminables, ascendía lentamente los escalones que llevaban a una catedral olvidada por los dioses. Nadie recordaba su nombre en los reinos lejanos, ni siquiera Astora, el hogar que había jurado proteger. Solo le quedaba una misión: encontrar el Fuego Pálido y enfrentarse a lo que aguardaba al otro lado.

El silencio era total, roto solo por el crujir del metal y el leve silbido de las cenizas arrastradas por el viento. Cada paso que daba resonaba en la vasta oscuridad, donde las antorchas, hace mucho tiempo apagadas, apenas proyectaban sombras en las paredes. Caedric había visto los cuerpos de los que intentaron lo mismo antes que él. Héroes caídos, consumidos por la desesperanza o la locura. Pero él no se detendría. No ahora.

El interior de la catedral era un abismo de piedra y polvo. Estatuas de santos deformados y ángeles sin alas miraban desde los altares, sus ojos tallados parecían seguir los pasos de cualquiera que osara entrar. Una presencia oscura habitaba este lugar, un poder que devoraba la luz y el calor. Los últimos restos del Fuego Primordial habían muerto aquí hacía eones, pero el Fuego Pálido aún ardía en algún lugar profundo, oculto más allá de la comprensión mortal.

Caedric llegó a una cámara circular, donde en el centro había un pozo sellado por gruesas cadenas ennegrecidas. Allí, la oscuridad era más densa, como si se retorciera en el aire. Sin embargo, desde las profundidades del pozo, una luz pálida y tenue emergía. Era el Fuego Pálido, pero también algo más. Caedric sentía la presencia de un guardián, una sombra más allá de la muerte misma.

—No es un fuego para los vivos —se oyó una voz detrás de él.

El caballero de Astora no se inmutó. Conocía bien esas palabras; habían sido susurradas en sus sueños desde que comenzó su marcha hacia las ruinas. Se giró despacio. De las sombras emergió una figura encapuchada, con una armadura aún más corroída que la suya, como si hubiera existido desde el principio de los tiempos. En una mano portaba una espada tan vieja que parecía estar hecha de polvo, lista para desmoronarse al menor movimiento. Pero en sus ojos, Caedric vio algo más peligroso que cualquier filo: una eternidad de sufrimiento.

—He venido por lo que custodias —respondió Caedric, levantando su espada. El acero brillaba tenuemente bajo la luz pálida del pozo.

El encapuchado dejó escapar un sonido que era mitad risa, mitad suspiro.

—Todos venís por lo mismo. Y todos caéis igual.

Sin más advertencia, la figura se lanzó hacia él con una velocidad antinatural. Caedric levantó su escudo justo a tiempo, bloqueando el golpe que resonó como un trueno en la cámara vacía. El choque de sus espadas llenó el aire con un sonido agudo y metálico, pero lo que más perturbaba era el frío que se extendía desde el guardián. Era un frío que apagaba la vida, que absorbía la esperanza.

Caedric giró sobre sí mismo, tratando de mantener la distancia, pero el guardián no le dio tregua. Golpe tras golpe, sentía cómo su cuerpo comenzaba a ceder. Los movimientos del guardián eran fluidos, inhumanos, como si fuera uno con la oscuridad que le rodeaba. Sin embargo, Caedric no dejaba de avanzar. Sabía que no podía vencer por la fuerza; había enfrentado monstruos y espectros, pero esto era algo distinto. Esto era la muerte encarnada.

Entonces, lo comprendió. No estaba allí para ganar.

Con un grito que resonó por las ruinas, Caedric dejó caer su espada y corrió directamente hacia el guardián. El filo oscuro de su enemigo atravesó su pecho, pero no se detuvo. Con un último esfuerzo, agarró el rostro del guardián con ambas manos, forzando su mirada hacia el pozo.

—Mira lo que custodiáis. —Su voz era apenas un susurro mientras sentía la vida desvanecerse de su cuerpo.

El guardián intentó apartarse, pero Caedric le mantuvo firme, clavando su mirada en la luz pálida que ascendía del pozo. Por un instante, el brillo tenue reflejó algo en sus ojos vacíos, una chispa de reconocimiento, o quizás de remordimiento. La figura encapuchada soltó un gruñido bajo, y el filo oscuro se desvaneció junto con su cuerpo.

Caedric cayó de rodillas. Sangre oscura manaba de la herida en su pecho, pero no sintió dolor. Solo el calor débil del Fuego Pálido lo envolvía, como si hubiera logrado lo que otros no podían: encarar la verdad.

El pozo emitió un último resplandor, y el Fuego Pálido se apagó. Caedric sonrió antes de que la oscuridad lo reclamara. Había encontrado lo que buscaba.