GUARDIANES DE ACEZOR
Volivos invadió la capital, sus gentes mueren de hambre, la ciudad yace devastada, pero no todos están dispuestos a dejarse vencer
11/13/202413 min read


Las campanas rotas de Aces la capital del reino de Acezor resonaban en la distancia, un lamento áspero que se perdía entre los escombros y las ruinas ennegrecidas. La noche había caído como un manto de desesperanza sobre la ciudad, pero en lo profundo de las sombras, el último reducto de esperanza se aferraba a la vida. Sobis observaba la ciudad desde una ventana rota de la torre en ruinas que habían reclamado como su cuartel. La luz de una antorcha parpadeaba en su rostro, destacando las cicatrices que surcaban su mejilla y la protuberancia metálica que era ahora su brazo derecho.
La capital, antaño símbolo de grandeza, era ahora un laberinto de desolación. Las calles estaban desiertas salvo por los gritos ocasionales y los ecos de pasos apresurados, siempre seguidos por el inconfundible ruido de garras raspando la piedra. Criaturas deformes, engendros de la oscuridad, merodeaban entre los escombros buscando carne humana que devorar.
—Tenemos que movernos antes del amanecer, Sobis. No podemos esperar más —la voz de Liora, su mano derecha, lo sacó de sus pensamientos. Ella era una de las pocas que aún creía en la posibilidad de derrocar a Volivos. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño apretado, y sus ojos brillaban con una determinación que había visto apagarse en demasiadas personas.
Sobis asintió, volviendo la vista hacia el mapa que tenían desplegado en una mesa improvisada. Era un trozo sucio y desgastado de pergamino que mostraba los pasadizos subterráneos que corrían por debajo de la ciudad. Estos túneles, construidos siglos atrás para huir de invasores, eran ahora el último recurso de los rebeldes.
—Nuestro objetivo es claro —dijo Sobis, señalando un punto marcado con un círculo de carbón—. El depósito de suministros de Volivos. Sin él, sus hombres no podrán mantener su control sobre Aces, y sus criaturas se debilitarán.
Liora frunció el ceño.
—Sabes que está fuertemente custodiado, ¿verdad? Además, hay rumores... dicen que Volivos ha dejado algo peor que sus hombres vigilando ese lugar.
—Rumores o no —respondió Sobis, su voz baja pero firme—, debemos intentarlo. Si fallamos, la ciudad morirá de hambre antes de que podamos reunir más fuerzas.
Con un asentimiento solemne, Liora se giró para dar las órdenes a los demás rebeldes. Un pequeño grupo de diez hombres y mujeres se preparaba, ajustando armaduras raídas y revisando espadas melladas. Eran los últimos sobrevivientes de la guardia real y algunos ciudadanos desesperados, unidos por un odio común hacia Volivos.
El grupo se movió como sombras por las callejuelas desiertas, guiados por la tenue luz de un farol cubierto para no atraer la atención. Sobis iba al frente, su prótesis metálica golpeando ligeramente su costado con cada paso. El brazo, forjado por un herrero amigo, era tosco pero efectivo; una combinación de cuchillas retráctiles y una empuñadura oculta que había usado para matar más de un esbirro de Volivos.
Llegaron a la entrada de uno de los túneles subterráneos, oculto tras un muro derrumbado en lo que solía ser una taberna. Sobis levantó una mano, ordenando silencio. Escuchó atentamente, pero solo el susurro distante del viento les acompañaba. Hizo una señal y el grupo empezó a descender por las escaleras húmedas y resbaladizas.
Dentro de los túneles, la oscuridad era casi palpable. El aire olía a tierra húmeda y algo más, algo que recordaba a la carne podrida. Sobis sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no dejó que su resolución flaqueara.
Avanzaron durante lo que parecieron horas, guiados por el eco de sus propios pasos y el goteo incesante del agua filtrándose por las grietas de piedra. De repente, el sonido cambió. Era un susurro suave, como si algo reptara entre las sombras.
—¡Alto! —susurró Sobis. Todos se detuvieron, los rostros tensos en la penumbra.
De las sombras emergieron ojos brillantes, un destello fugaz antes de que la criatura se lanzara hacia ellos con un gruñido salvaje. Sobis apenas tuvo tiempo de levantar su espada cuando la bestia se abalanzó sobre él. Era una amalgama de carne y hueso, con garras como cuchillas y un rostro que parecía un retorcido eco de lo que una vez fue humano.
—¡Atrás! —gritó Liora, arrojando un frasco que estalló en llamas verdes al impactar contra la criatura. El ser chilló, retorciéndose mientras el fuego lo consumía, pero no se detuvo.
Sobis aprovechó el momento de distracción para lanzar un tajo ascendente con su espada, seguido por un golpe con su brazo de metal que se hundió en el cráneo de la bestia. Con un último espasmo, la criatura cayó muerta a sus pies.
—Esto es solo el comienzo —murmuró Sobis, limpiando la sangre negra de su espada—. Si esto es lo que nos espera aquí abajo, tendremos que ser aún más rápidos.
Liora asintió, con el rostro ensombrecido.
—Entonces no perdamos más tiempo. Debemos llegar al depósito antes de que vuelvan por nosotros.
Con una última mirada al cadáver humeante, Sobis dio la señal para avanzar. La resistencia seguía viva, pero las sombras de Aces parecían crecer con cada paso que daban hacia lo desconocido.
El aire en los túneles se volvía cada vez más opresivo. La humedad impregnaba la piel y el hedor a putrefacción se intensificaba, como si los pasadizos ocultaran secretos mucho más oscuros que la rebelión que allí se gestaba. Los pasos de la resistencia resonaban en un silencio inquietante, roto solo por el sonido metálico de armas al ser desenvainadas y susurros de preparativos en caso de un ataque sorpresa.
Sobis se detuvo de repente, levantando su brazo para indicar al grupo que se detuviera. Un sonido sutil se filtró entre los muros de piedra, un murmullo de voces ásperas que no pertenecían a ninguna criatura, sino a hombres. Se agachó, inclinando la cabeza para escuchar mejor, mientras Liora y el resto de los rebeldes tomaban posiciones a su alrededor.
—Son hombres de Volivos —susurró Liora, apretando el pomo de su espada—. No más de seis, según mis cálculos.
Sobis asintió con un movimiento tenso.
—Vamos a por ellos. No podemos dejarlos alertar a los demás. Sin testigos.
Lentamente, avanzaron en formación, deslizándose entre las sombras hasta que los vieron: seis soldados de Volivos apostados en una pequeña intersección del túnel. Iban armados hasta los dientes, con espadas y hachas pesadas, su armadura oscura reflejando la tenue luz de las antorchas. La sorpresa fue instantánea cuando Sobis y su grupo cayeron sobre ellos como espectros.
—¡Por Aces! —gritó uno de los rebeldes, lanzándose hacia el enemigo.
El túnel estalló en un caos de acero y sangre. Sobis se lanzó contra el primer hombre, su brazo metálico silbando al impactar en el rostro del soldado, aplastándole el cráneo contra la pared con un sonido sordo y húmedo. Antes de que el cuerpo cayera, ya había girado para bloquear el ataque de otro enemigo, sus espadas chocando en un destello de chispas.
—¡Mantened la formación! —rugió Sobis, pero su orden se perdió en el clamor de la batalla.
Uno de los soldados de Volivos lanzó un tajo hacia Liora, quien esquivó por poco, contraatacando con una puñalada certera que atravesó la grieta en la armadura del hombre. La sangre brotó como un río oscuro, pero otro enemigo la golpeó en la espalda, haciéndola caer de rodillas. Antes de que pudiera recibir el golpe de gracia, un rebelde saltó a su defensa, solo para ser atravesado por una lanza.
Sobis vio cómo uno de los suyos caía con un grito desgarrador, su vida apagándose en cuestión de segundos. La furia creció dentro de él, y con un rugido que reverberó en los túneles, arremetió contra el soldado que había matado a su compañero. Su espada cortó limpiamente la garganta del enemigo, bañándolo en un chorro de sangre caliente.
—¡Resistan! —gritó Liora, levantándose a duras penas, empapada en sangre que no era completamente suya.
La batalla se transformó en un torbellino de violencia pura. Espadas chocando, gritos de dolor y el sonido inconfundible de carne rasgada llenaban el aire. Sobis derribó a otro de los soldados de Volivos con un golpe brutal de su prótesis, que perforó la armadura enemiga y se hundió en su pecho, pero a costa de perder otro de sus hombres, que cayó con un grito gorgoteante, una espada atravesándole el estómago.
Finalmente, el último de los soldados de Volivos intentó huir, pero Liora fue más rápida, lanzando una daga que se clavó en su nuca. El hombre se desplomó como una marioneta sin cuerdas.
El túnel quedó en silencio, salvo por los jadeos de los sobrevivientes y el goteo constante de sangre que empapaba el suelo. De los diez que habían bajado a esos túneles, ahora solo quedaban ocho. Sobis se quedó inmóvil, mirando a los cuerpos de sus compañeros caídos.
—Que su sacrificio no sea en vano —murmuró, inclinando la cabeza en señal de respeto.
Liora se acercó a él, con la respiración entrecortada y una herida sangrante en su costado.
—No podemos detenernos aquí. Si estos soldados no regresan a su puesto, Volivos sabrá que algo anda mal. Debemos llegar al depósito antes de que descubran lo que hemos hecho.
Sobis asintió, limpiando la sangre de su espada con un trapo sucio.
—Llevémonos sus armas. Las necesitaremos más que ellos —ordenó, su voz fría pero cargada de una determinación renovada.
Los rebeldes supervivientes se movieron rápidamente, saqueando a los muertos y recogiendo armas y armaduras mientras dejaban atrás a sus compañeros caídos. La misión debía continuar, aunque el precio en vidas fuera alto. A medida que avanzaban hacia las profundidades de los túneles, una sensación ominosa se apoderó de ellos.
El avance por los túneles era cada vez más angustiante. El aire se volvía espeso, cargado de un olor amargo que Sobis notó de inmediato. Frunció el ceño, pensando que tal vez era solo otro de los aromas repugnantes que impregnaban estos pasajes subterráneos. No le dio mayor importancia; había cosas más urgentes de las que preocuparse, como los soldados de Volivos que podían aparecer en cualquier momento.
—¿Todo bien ahí atrás? —murmuró Liora, girando la cabeza hacia los miembros del grupo que avanzaban en fila india.
—Sí, seguimos contigo —respondió uno de los rebeldes, aunque su voz tembló levemente, como si el hedor le afectara.
—Aguantad un poco más —ordenó Sobis, tratando de mantener al grupo enfocado. El túnel estrecho parecía alargarse eternamente, sus paredes de piedra húmeda reflejaban un brillo siniestro bajo la luz de las antorchas.
De repente, un sonido seco resonó a sus espaldas. Uno de los hombres se detuvo en seco, sus ojos fijos en la oscuridad más allá del alcance de la luz.
—¿Qué sucede, Joran? —preguntó Sobis, dándose la vuelta.
Joran, un joven rebelde con cicatrices recientes en el rostro, no respondió. Sus ojos estaban vidriosos, su respiración entrecortada. Parecía estar mirando algo que los demás no podían ver.
—¡Joran! —Liora alzó la voz, acercándose un paso. Pero el hombre no reaccionó.
—Hermana... —susurró Joran, con la voz rota. Extendió una mano temblorosa hacia la oscuridad, sus labios murmurando palabras inaudibles.
Sobis sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Conocía esa mirada, la había visto en demasiados rostros durante la invasión. Era el rostro de alguien que había perdido toda razón.
—¡Detente! —gritó Sobis, alargando el brazo para alcanzarlo, pero Joran ya había comenzado a correr, sus pasos resonando con un eco inquietante por el túnel.
—¡No vayas tras él! —advirtió Liora, pero Sobis ya estaba en movimiento, lanzándose tras el joven rebelde.
El corredor parecía estirarse y retorcerse mientras perseguía a Joran, la luz de la antorcha arrojando sombras danzantes que jugaban con su visión. De repente, un sonido seco llenó el aire, seguido de un grito de agonía que resonó en los oídos de todos como un eco mortal.
Sobis se detuvo justo a tiempo para ver cómo Joran caía al suelo, empalado en una serie de estacas de madera que habían surgido de una pared lateral. Su cuerpo quedó suspendido en el aire, atravesado en múltiples puntos, la sangre fluyendo en chorros oscuros que teñían el suelo de piedra.
—¡Por los dioses...! —exclamó uno de los rebeldes que había llegado al lugar.
Sobis sintió que su estómago se revolvía, no por la visión sangrienta, sino por el olor, ese aroma amargo que ahora reconocía con horror. Dio un paso atrás, agitando la mano para cubrirse la nariz.
—¡Retroceded! —ordenó, su voz firme a pesar del caos—. ¡Esto es Osirio!
—¿Osirio? —preguntó Liora, los ojos abiertos de par en par.
—Un gas alucinógeno —explicó Sobis con rapidez, su mente trabajando frenéticamente—. Lo usaban los alquimistas de Aces antes de la caída. Hace que veas... cosas. Cosas que deseas, cosas que temes.
Los rebeldes se miraron entre sí con terror en sus ojos. El gas había convertido a Joran en un prisionero de sus recuerdos, llevándolo a una trampa mortal.
—Apagad las antorchas —ordenó Sobis—. El fuego puede intensificar los efectos. Movedos rápido, y respirad a través de la tela. —Rasgó un trozo de su capa y se lo ató alrededor de la cara, mostrando a los demás que hicieran lo mismo.
Liora y los demás siguieron su ejemplo, apagando las llamas mientras trataban de contener el pánico. Las tinieblas se cerraron alrededor de ellos, una oscuridad casi total rota solo por el tenue resplandor que se filtraba desde algún lugar lejano.
—Sigamos adelante, pero con cuidado. —Sobis tomó la delantera, sus sentidos alertas a cualquier cambio en el aire, en los sonidos que los rodeaban. El aroma amargo persistía, pero al menos ya sabían a qué se enfrentaban.
El grupo avanzó en silencio, sus pasos amortiguados en el suelo cubierto de polvo. Las sombras se movían a su alrededor, pero esta vez Sobis sabía que eran engaños del gas. La paranoia se aferraba a ellos como un manto pesado, pero no podían permitirse otra baja.
Por fin, tras lo que pareció una eternidad, el olor amargo comenzó a disiparse, indicándoles que habían salido de la zona afectada por el Osirio. Sobis se detuvo y se volvió hacia los demás.
—Lo que sea que haya dejado Volivos aquí abajo, no es solo para mantener alejados a los curiosos. Nos quiere muertos antes de que siquiera lleguemos a la superficie.
—Entonces no le daremos ese placer —respondió Liora con una determinación acerada en su voz.
El grupo siguió adelante, sabiendo que cada paso los acercaba tanto a su objetivo como a nuevas y letales sorpresas. Pero ahora estaban más unidos, más cautos, habiendo perdido no solo a un compañero, sino también un fragmento más de su esperanza en esos oscuros túneles.
El grupo avanzaba a través de los túneles oscuros, sus pisadas resonando en el silencio opresivo. Sobis lideraba con su rostro endurecido por la determinación, aferrándose al recuerdo de sus compañeros caídos. Joran había sucumbido al gas alucinógeno, además de los otros dos valientes rebeldes que habían muerto en la sangrienta emboscada de los hombres de Volivos. Pero no podían permitirse el lujo de detenerse; su misión debía cumplirse.
—Estamos cerca —susurró Liora, su voz apenas un murmullo en la penumbra.
Habían llegado al final de su travesía por los túneles. Delante de ellos, el corredor se abría en una vasta cámara subterránea, iluminada tenuemente por antorchas parpadeantes. El aire era denso y estaba cargado de un hedor que superaba al del Osirio. Un frío amargo se arrastraba por el suelo, haciendo que cada aliento se sintiera como un corte en la garganta.
—Aquí es donde Volivos guarda los suministros —dijo Sobis, señalando hacia una pila de cajas y barriles al fondo de la sala. Alimentos, medicinas y armas que sostenían el yugo de Volivos sobre la ciudad de Aces. Si conseguían destruirlos, darían un golpe devastador al tirano.
Pero antes de que pudieran dar un paso más, un gruñido profundo resonó desde las sombras. El aire vibró con un sonido que parecía venir de las mismas entrañas de la tierra. Liora retrocedió instintivamente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de los rebeldes, su voz temblorosa.
Sobis levantó una mano, deteniéndolos. Sus ojos se ajustaron a la penumbra, y pronto vio un par de ojos rojos que brillaban como carbones encendidos en la oscuridad. De las sombras surgió una abominación, una criatura grotesca, el guardián de los suministros. Era una amalgama de carne y hueso, un monstruo deforme con una boca llena de colmillos amarillentos y garras capaces de destrozar acero.
—¡Es una trampa! —gritó Sobis— ¡Armas listas!
El monstruo se abalanzó con un rugido ensordecedor, su tamaño desproporcionado haciéndolo aún más aterrador al moverse con una agilidad inesperada. Sobis levantó su espada justo a tiempo para desviar una de las garras, pero el impacto lo hizo retroceder varios pasos.
—¡Distraedlo mientras yo preparo las bombas! —ordenó, señalando las cargas explosivas que llevaban para destruir los suministros.
Liora y los demás rebeldes rodearon a la criatura, lanzando dagas y flechas que rebotaban en su piel dura como la piedra. Uno de los hombres intentó atacar por el flanco, pero la criatura lo atrapó con una de sus garras, desgarrándolo en un abrir y cerrar de ojos. La sangre salpicó el suelo, y el rebelde cayó, inmóvil.
—¡Maldita sea! —maldijo Liora, lanzando otra daga que esta vez logró incrustarse en uno de los ojos viscosos del monstruo.
Sobis corrió hacia los barriles mientras la criatura rugía de dolor, pero aún seguía luchando con furia ciega. El hedor a sangre llenaba el aire, y los recuerdos de los caídos, Joran y los otros dos que murieron en el enfrentamiento, pesaban en la mente de cada uno. No podían fallar ahora, no después de todo lo que habían sacrificado.
—¡Mantenedla ocupada! —gritó Sobis, encendiendo la mecha de una de las bombas.
Otro rebelde fue atrapado por las garras de la criatura y lanzado contra una pared de piedra con tal fuerza que su cuerpo se rompió con un crujido horrible. Liora luchaba con desesperación, esquivando los ataques y lanzando cuchilladas rápidas que apenas lograban penetrar la piel gruesa del monstruo.
—¡Las bombas están listas! ¡Retirada! —vociferó Sobis.
El grupo comenzó a retroceder, luchando por alejarse del monstruo que seguía persiguiéndolos con furia descontrolada. Sobis lanzó la última bomba hacia la pila de suministros y gritó:
—¡Corran!
El grupo se dio la vuelta y corrió por el túnel por el que habían llegado, con el estruendo de los gruñidos de la bestia resonando detrás de ellos. Apenas habían recorrido unos metros cuando un estallido ensordecedor sacudió la caverna. Una ola de calor y polvo los envolvió, arrojándolos al suelo.
Cuando el humo se disipó, el sonido de los gruñidos había cesado. Sobis se incorporó lentamente, sus oídos zumbando y su cuerpo dolorido. Miró hacia atrás y vio que la cámara se había colapsado, enterrando tanto a la criatura como a los suministros bajo toneladas de escombros.
Habían cumplido su misión, pero a un costo terrible. De los diez que habían iniciado la incursión, solo la mitad permanecían en pie, magullados y ensangrentados.
Sobis se levantó y miró a sus compañeros, sus ojos oscuros reflejando tanto dolor como determinación.
—Por Joran, y por todos los que hemos perdido —dijo en voz baja—. No podemos detenernos ahora. Volivos pagará por lo que ha hecho.
Los supervivientes asintieron, recogiendo sus armas y preparándose para continuar su lucha. No tenían tiempo para lamentar a los caídos. La rebelión apenas comenzaba, y el reino de Acezor necesitaba héroes más que nunca.
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